Se bajó de la bicicleta enérgico.
Acevedo tomaba sol de vez en cuando. Asterión descuidaba su laberinto para ver qué pasaba afuera. Solía caminar por largos ratos mientras cuestionaba fenómenos inoportunos. La gente lo distraía inoportunamente, lo que le servía para ir por rutas inexploradas. Por ahí, un detalle rojo en una mochila lo hacía pensar en una cosa, que llevaba a otra, que aterrizaba en el sentido de las rayas de los tigres o la falibilidad del sistema previsional japonés. Amaba hacerse mierda contra el caos para fundirse en las líneas de sentido asociadas a la libertad creadora del pensamiento. Cada tanto hacía un parate, tomaba una bicicleta y conectaba automático a las emociones mientras pedaleaba. Lloraba a los gritos cuando cruzaba una avenida, cantaba contento recorriendo callecitas o apretaba los dientes para ver qué tan lejos podía llegar antes de que estallasen.
El trance del contexto lo levantaba como si fuese una droga. La sensación de omnipotencia, el vacío infinito atrás y la aleatoriedad por delante. Todo eso hacía que se bajase gigante, con pasos seguros. Situación que aprovechaba para ubicar la mejor sombra que sirviese de cuna para la siesta o de plataforma panóptica. Bajo la cobertura de los árboles, a plena luz del día, se sentía invisible.
Cuando el optimismo duraba más que la tensión de los músculos ejercitados, arremetía contra la hoja e imprimía recuerdos:
Me arden las manos.
Siento fuego entre los dedos,
el anillo se derrite,
las uñas enrojecen.
Veneno en la sien.
El verde de las hojas.
Hay camiones que esperan
al sol para que cruce la calle.
El viento mueve las cortinas.
Afuera, el cielo es azul brillante,
las baldosas tambalean,
y el humo marea a la gente.
Vibrante de luz, la música.
Te movés reflejando comodidad,
tu mirada amarilla,
y el roce de las sábanas.
Camino desnudo, liviano.
Arrastro los pies,
soy un elemento furtivo,
tu evento fortuito.