[Café de especialidad] 6-10-19

Nos volvimos a encontrar. Justo salía de uno de esos cafés de moda que me recomendabas cuando pintaba charla sobre el tema. Te vi sentada, ladeando el flequillo con esa sutileza en las manos tan característica de Dios en el sexto día. Movías la punta del pie con nerviosismo mientras colgaba por encima de la otra pierna. En el pecho me pesaban todos los días que Sísifo miró la piedra rodar cuesta abajo. Fue mágico. Fue mirar para abajo esperando que no haya suelo para que la flor se proyecte nuevamente en la pared y me coma. Sentí que un ejercito de colibríes me arrancaba el peso de los hombros.


Vos estabas en otra, no estabas para verme. Apuntabas garabatos en un cuadernito que me pareció de piel muerta, pero seguro que se trataba de papel reciclado manchado con café. Llevabas con vos la pícara sombra de siempre, esa con carita de boss de los últimos niveles pero amansada y adulta. Apuntabas y disparabas letras de arreglos, de proyectos, de bocha de veces que te vi arrancándote los pelos de los nervios y te abrazaba para que te calmes. Sentada frente al celular, no frenabas ni un segundo de escribir en el cuadernito horas y actividades.
No estabas para verme porque ese día, me enteraría después, estabas dando el golpe de gracia a tu lucha. Ese mismo día fue el que te enteraste que estabas en marcha y tenías un viaje. Ese día que probaste de qué estaban hechas las alas.
Si te hubieses visto la sonrisa. Era de otro mundo. Como si fuese transferida por un conducto mediumnímico de fibra óptica de alta velocidad y sin pérdida de paquetes. La sonrisa venía de otra dimensión donde existían las sonrisas grandes con luces de neón en las comisuras. Si te hubiera visto Da Vinci se volvía losco pelotudo, mal.
Te juro que compartí tu alegría en tantos niveles. Aunque no supiese el motivo, lo sabía. O sea, supe que tu Selfless kind of being interior estaba dando incanzables paladas de carbón para empujar la máquina. Sentí el calor de los motores acariciarme la cara.
En infinitas revisiones posteriores de los hechos improvisaría un contacto, un: “Disculpá… ¡Tanto tiempo! Te vi tan libre que quería que me expliques un toque cómo es que se hace”. Pero siempre, parado en el borde del cordón, entiendo cómo funciona el espacio-tiempo con su histérica narrativa de la bifurcación y desisto. Porque en el universo de lo posible me pongo bobo. La angustia existencial me paraliza cuando me dice al oído: “Horacio, quedate quietito, no vaya a ser cosa que cambies el devenir de las cosas para peor”. Sigo caminando igual que esa vez.
Nos volvimos a encontrar y yo seguí caminando. Te vi dos segundos de refilón y me cerraron banda de cosas. Me alcanzó, por ejemplo, para darme cuenta lo bueno que está que hayamos aprovechado el tiempo para encontrarnos a nosotros mismos.

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