Me pasé la tarde buscando que algo me salve. Caminé por Cabildo esperando la serendipia que me prometió Cohelo y me terminé encontrando, saltando como un niño, de la tierra al cielo de New York. Chorreando grasa de las capitales, transformándolo todo mientras tomaba el agua del río de la plata en un vaso del Mc. Me hundí en las venas abiertas de latinoamérica y volví más fuerte y consciente que nunca. Me permití, por primera vez, temerle a los cuervos que 30.000 veces gritaban al viento por la avenida en la víspera de un día pesado. Como un gato en catnip, me la jugué, porque a veces no hace falta ver para viajar. Era un viejo, con una boina que, de frente a los negocios, tocaba un paso doble a ritmo de guitarra y armónica. Un viejo fuerte, amaestrado por la vida.
— Y no lo pude ver a los ojos ¿Me entendés?. Le dejé la plata en la funda de la guitarra y me fuí.
Me distraje con el celular, pensando en:
- Lo que me gustan los fenómenos predecibles
- Por qué se le dice “matete” a las cosas densas
- Hacer una tutorial del epicureísmo
- Que tengo que comprarme zapatillas nuevas
- El tiempo
- El clima
- Teorías conspiranoicas varias
- Que esto es una poesía ¿Lo es? ¿Por qué lo es?
Caí como por un tubo, fuí la onironía desparramada sobre la vereda. Mientras la birome volaba de mis dedos en un gesto obtuso le ví salir por los costados dos alas con turbinas. No recuerdo una imagen más clara de surrealismo. Voló por las vidrieras, espantando a los maniquíes, rozando los charcos temerariamente. Planeó sobre los kioscos de diarios y revistas, y en un descenso abrupto noté como rayaba unas cuantas “Caras” pero la “Gente” no se dió cuenta. Atravesó como una flecha la distancia que distanció el ex-beso de unos amantes que esperaban para cruzar la calle. Aún tenían los ojos cerrados. Con un firulete boleteó un anuncio de vinilo de una disquería que promocionaba un recital de una banda independiente que le vuela la cabeza a la juventud. Finalmente, con la densidad de un termómetro se estacó junto a una paloma que comía vaya-uno-a-saber-qué entre las juntas de las baldosas.
Corrí del poltergeist con maneras de escritor sofisticado y amé la libertad a la altura de Nicaragua. Se me ocurrieron un par de esas preguntas que te gustan, las que decís que te hacen pensar:
- ¿Cómo sabríamos a que hora ir a trabajar si solo existiera la noche? ¿Cuándo dejaríamos de disfrutar del sexo, los juegos, el café y las charlas?
- ¿Por qué sigo hablando con vos? Si te fuiste hace mil años.
Descubrí que me encanta revolcarme en los parques como un perro. En plaza Armenia me tiré al pasto para ver pasar nubes. El cielo estaba encasquillado de formas. Había corazones con sus respectivas sístoles y diástoles, un Sábato pintando cuadros casi ciego, un gato ronroneando, media pizza de calabresa, falos, algo que no supe distinguir entre un animal de campo y un tomo del diccionario de la real academia española. Todos apostados como si fuese el guernica. Caos maquetado si habrase visto.
Luego hice escala en el almacén de la cuadra del departamento y compré fiambre y un sombrero, porque uno no puede andar por la vida con hambre y nunca viene mal atajarse un poco. Al salir choqué con la rodilla una manzana que rodó hasta la calle y un auto la estalló en semántica. Fue puré de palabras. largas oraciones resbalaron de los troncos de los arboles cercanos hacia el cordón y escribieron por las bocacalles un Martín Fierro.
Perplejo en mi asombro, entré al edificio y llamé al ascensor. Una vez dentro medité sobre el desastre de la cultura y esperé a llegar a mi piso. El pasillo, largo como madrugada de velorio, se mostró afable pero con menos charla. El departamento me embolsó con un nido de caricias y supe que estaba a salvo del mundo. Me prometí un cachito de eternidad y me tiré en el futón.
Pero eso ya es otra historia.