Contamos las cuadras de San Telmo tan progresivamente que por momentos me asustaba el desdén con el cual la soledad se ausentaba. Era cuestión de mirar por las ventanas para inventar historias a las pulperías que se habían estaqueado en el tiempo. Sabíamos (en verdad sentíamos) que los adoquines estaban dispuestos en forma de pasarela, para que los pisemos a la honra de la divertida y joven calentura.
Fue una de esas noches de otoño, un día perdido en la semana, que nos animamos a viajar un poco sobre el lomo de dos gorriones. Sentados sobre un banco de cemento, me contaste las mil y una noches, me invitaste a dormir en la calle, a la intemperie del cuerpo. Jugamos, porque no tiene sentido perder el tiempo con boludeces. Aún así hay cosas que no me acuerdo: La forma de tus botones, el ruido de los chicos jugando a la madrugada, cómo se olía antes de tu perfume.
Es que todavía me siento enorme y un poco vicioso cuando me despierta el ocio. Me acaricia de noche. Le gusta recordarme el sonido que hizo la puerta cuando te fuiste con placer sádico. Si no fuera porque el mundo no frena, volvería a jugar con la moneda para elegir en qué esquina doblar a ver si me pierdo de una vez por todas en uno de esos pasajes de Palermo.