Se había olvidado de todo. No recordaba nada posterior al que creía último vaso de vino. Se limpió el vomito de la boca y volvió a sumirse en el oscuro vientre del extravío.
***
De entre las sabanas se escapó el celular que cayó de canto al piso. Le importó más bien poco. Tenía la certidumbre que agarrarse de los solitarios pedazos quietos del mundo era lo único en lo que debía preocuparse. Todo daba vueltas. Se sintió sucio. Le dolía la cabeza. Sentía que le temblaban las rodillas.
Con mucho esfuerzo levantó la cabeza de la almohada para tratar, en vano, de ver dónde estaba el reloj despertador que sonaba creyendo que era día laboral. Alguna parte de “abajo” lo había engullido anoche cuando, a tientas, trataba de alcanzar la cama.
Con la mano derecha logró alcanzar al demonio ruidoso. El dedo índice fue el encargado de traer paz a ese mundo tan alborotado. El silencio se sintió tan cómodo como los brazos de Ella.
Yatay lo había atado con alambre en la vereda. De la misma forma que un cartonero arregla el carro cuando se le sale una rueda porque tenía que seguir viaje y la noche era larga. Era Yatay porque no tenía nombre, ni cara, ni profesión, ni número. Era la calle donde la había charlado para compartir las ganas. Puteó para adentro porque estaba solo y no tenía sentido putear para afuera. Estaba solo y no era un Bukowski melanco capaz de bancarse con estoicismo de alcohólico la repugnancia del desastre de persona que estaba hecho.
En el mismísimo momento que apoyó el segundo pié, las ganas volvieron como el peronismo, que siempre encuentra la forma y vuelve. Salió corriendo y se abrazó al inodoro. Las facturas de la fiesta fueron a parar dentro, luego a un caño y luego a un desagüe. Contó hasta 6 y volvió a vomitar. Hacía, fácil, 5 horas que solo tenía vuelto de bilis. ¡Vaya piltrafa, hombre grande!
Si sólo fuese un poco más medido, el dolor de cabeza sería una poesía y un cigarrillo; quizá un mensaje si se encontraba envalentonado… Porque el mundo era de los valientes, decían. Pero no, se había gastado hasta la última chirola de dignidad en los caballos de la noche.
Bajó las persianas con dificultad y se tiró en el sillón a ver llegar las horas. Organizó su mundo interno para usar los motores de reserva y planificó la comida. Nunca había ido a hacer las compras. Le dolió más que los moretones que tenía en los brazos recién descubiertos. Se calentó el café que había preparado la noche anterior, antes de salir.
Fervorizado por el aroma que envolvía la habitación se dispuso a ver si junaba algún recuerdo de anoche:
Te vi. Ojos negros, porque la vida prefirió dejarte ciega a que te sigas lastimando.
Eras la cuna de las emociones que solo se sienten después de las 3 de la mañana.
Hablamos en soliloquio sobre el amor, el ser, el tiempo y esas cosas que me gustan.
Fanfarroneaste sobre tu capacidad de hacer el cuatro con los dos pies y me reí.
No sé, me pareció ocurrente.
Mostré los dientes y las cartas.
Me perdí esos minutos.
Estaba volado de que nos encontremos, justo ahí, con los números en rojo.
Tonteé como un pibe con el bretél y alcanzó para arrancar el fuego.
Rico momento.
Bajo el dintel de la luna, en el reservado de una casa, te di todo lo que tenía.
Te fuiste con las nubes, te llevaste el futuro y quedé loco de ansias.
Me arrastré arrancando baldosas al paso, buscando dónde dejar el alma.
Lo único que encontré fue un par de fisuras que me acompañaron a casa.