Somos hijos del mismo polvo, el que arremolina sobre el suelo durante el atardecer. Te dí la sangre que saciaba el espacio de mis venas con tal de que el sol te roce un día más. Estuviste ahí, detenida, en la lluvia que se frenaba, en el ruido que no existía.
Me diste hambre y placenta. Me dejaste dormir entre mil brazos para encontrarme volviendo. Caminé durante horas, desesperado, huyendo de la oscuridad que volvía llamas las huellas de mis talones. Me descubrí velado, tapado, con telarañas en los ojos e infinitos contrapesos en las sienes. Me volvió loco la ansiedad de las escaleras, el terror de las hojas en blanco y la parsimonia con la cual la puerta se cierra.
Siempre hay un momento donde las cosas comienzan a brillar de nuevo. De la deriva a construir los tirantes para sostener el día a día. Me siento exhausto de masticar especias. El gusto a lúpulo, azafrán y dulce pimentón. El amarillo del suelo que hace contraste con el desierto azul del cielo.
¿Sentís la rítmica que hace mover al cuerpo? Ese latido egoísta que me obliga a seguir estando. Esas ansias de ser más de lo que soy, de hacerle frente a la cama, a las cortinas, a la luz que entra por la ventana, y al frío que me ata las manos a los muslos. Que me retuerce como a un negro poseso. Que me pide que baile al son de las baldosas.
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No soy yo, ya no más. Ahora soy la lumbre. La ceniza que se proyecta hacia las estrellas. Soy el árbol, las ramas, el tronco y sus raíces. Soy lo que penetra en la tierra y bebe de ella. Soy el ave, el viento y la fuerza que los mantiene unidos. Soy la expresión de lo sutil cuando el martillo se levanta para volver a caer. El rojo de la sangre que saciaba el espacio más recóndito de mis venas.