Escribo mientras te veo ordenar el comedor. Es domingo a la tardecita y tenés la elegancia de las sombras para compartir el espacio. Vas de un lado a otro con una gracia tan tuya, tan particular, que me gustaría parar el tiempo para estudiarte con más atención. Sos el punto de apoyo por el cual se mueve el mundo y juraría que cada vez que te detenés, las estrellas temen de no poder seguir sin vos, que el vacío se coma la gravedad y caer infinitamente en el vacío universal.
Sos de carne jugosa proyectada sobre la pared, gigante. Te percatás de que estoy escribiendo muy despacio, me mirás y sonreís, como si de pronto cayeses en la cuenta de que soy un idiota. Estoy idiota que es distinto. Creo que puedo imprimir torpemente algo de vos en esto. Como si no fueses del material de las golondrinas. Como si no fueses del viento. Como si no te hubieses criado amamantándote del río.
El rato me goza.
El rato pasa.
Estás radiante.
No hace falta más nada.
Me comentás las mejores banalidades prediseñadas y las sazonás con el toque bizarro de costumbre. No puedo no reír fingiendo concentración. El ejercicio de creatividad se volvió poesía.