Hace días que me tiré a cruzar el río. Escapaba como un poseso del gremio del puerto de Buenos Aires. Este bote es robado, como la calma que me transmite el viaje. Tenía miedo de ser perseguido, pero ¡Vaya iluso! Es obvio que nadie perseguiría, por más deudas que pueda tener, a una persona sin nada que perder huyendo de su patria.
Siempre viví a contramano. Mientras los hostales se llenan de inmigrantes, acá estoy yo, solo, mojándole la oreja al Río de la Plata para ver si en un par de brazadas me gano un trocito de libertad. A veces pienso en la intermitente compañía que los gaviones perdidos me arriman, o los peces que duermen grises a mis pies como si de una alfombra maloliente se tratase. El sol me escoce los pómulos para recordarme que no debo dormir demasiado ya que la corriente me puede tirar a cualquier lado. Las olas no son mucho problema aunque mecen el bote cual madre tirana.
Extraño la comida caliente y una cama que no me haga doler los huesos ni sentir que dormí colgado de una percha al despertar. Una jarra de mate cocido con pan como solía amanecer los lunes para ir a hombrear los costales que los barcos traían de afuera podría ser el deseo que le pediría a las gentes de la ciénaga de los cuentos que la tata me contaba cuando era un gurí.
El siglo comenzó agitado. Tuve la suerte de zafar al llamamiento de Roca para la campaña de la patria. Joven en aquellos años, el edicto me encontró enfermo de peste amarilla. ¡Qué cerca que estuve de ver las flores desde abajo! Si no fuese por los remedios de la Tata, no les estaría pudiendo contar lo que les digo. Eramos 7 hermanos, quedamos 3. Allá fueron Sibilo, Clorindo, Argentino y Mercedes. Pobrecita, ella, mi hermana melliza, tan pequeña para mí ahora. Extraño la forma que tenía de hablarme. La forma con la que me enseñaba las cosas que aprendía de vivir en esa familia tan destartalada.
De mis padres no tengo recuerdos casi. Fallecieron cuando era muy chico. Casi al mismo tiempo que mi inocencia. Creo que fue en ese momento que se me destinó al robo. Uno de los tantos motivos que me trajeron a remar para llegar a Montevideo.
El contrabando en el puerto es una de las cosas que se me daban bien, o por lo menos eso creía hasta que la codicia me hizo aspirar a venderle al Gremio de la Bolsa un cargamento de Pólvora Agria, el divertimento de las putas y los pobres que está de moda en las callecitas de la ciudad. Con un saque podías quedar estupefacto por un par de horas, esquivando la humedad y los mosquitos tan habitúes en la capital de la peste. Si no fuese porque te deja un sabor a mierda tan característico, o por la necesidad de volver a probarla, o que con el paso del tiempo te roba el alma; hubiera sido mi pasaje de ida al infierno. Suerte tuve de que me mantuviese lejos la necesidad de estar alerta y confiado para laburar. De un día para el otro, de contar mi riqueza con esa gente que tiraba manteca al techo, a ser otro gil expatriado.
Los dedos me duelen de varias veces que, semidormido, choqué los remos a mitad de viaje…