Estaba listo. Con la mano me aflojé la corbata y, de un sacudón, saqué la camisa por fuera del pantalón. El terror subió por la garganta presto a convertirse en un grito mientras el tren pasaba derecho por las vías. Grité desde cada poro de mi cuerpo. El ruido envolvió el alarido y lo tapó como una madre a su hijo. Todo el universo se tembló en el mismo instante.
Cansado agité las manos. Sentía las piernas agotadas por el esfuerzo y la espalda quebrada al medio por el rayo del tiempo. Con un dolor que no provenía del mundo material me abracé para que se curen las penas.
Era poesía desparramada. Desalmado.
Entregado al entramado de todos me fui diluyendo entre la gente. Viví el café de la esquina. Sentí la espera del hombre sentado junto al vidrio. Discurrí por la calle entre los autos. Me mezclé entre los peatones como una bruma viva. Acaricié coronillas con el cuerpo disgregado, convirtiendo a los transeúntes en una unidad omnisciente. Fui propiedad del agua de lluvia, del lamento de la viuda, de la fuerza de la organización aleatoria de seres pensantes. Fui academia de lo existente. Me elevé en sonido, grité con todas mis fuerzas por los muertos sociales, por las víctimas del holocausto cotidiano.
Brevemente, con mis manos mojadas de baba y lagrimas, me acomodé el semblante para despedir el momento de libertad. Miré hacia los costados y me encontré solo de mi lado de la estación. Comenzaban a llegar los tristes que quedan del otro lado del molinete justo que el tren se aleja. Del otro lado ese gentío inmenso de gente que no tenía nada que ver conmigo, los inefables que van siempre para el otro lado.
Era cuestión de estirar la mano para sentir la energía en el aire como una vibración de estar en ese lugar. El torrente de emociones que residen en el estómago de uno cuando tiene acidez existencial.