[Tratado sobre el movimiento] 20-5-19

Durante el descanso, cuando los recuerdos se convierten en pantanos y los rayos de sol sueñan con acariciar la noche, Horacio se sienta frente a la mesa ratona y rememora:

Parecen haber pasado 2000 años de aquella vez que, sentados en la puerta de la heladería con mi abuelo, mirábamos con asombro a un niño más chico jugar en un auto mecánico. De esos juegos que con una ficha se mueven para entretener el helado. El motivo era un conejo manejando un coche con un gran sombrero que prometía un minuto de música, luces y vaivén para el niño que hubiese conseguido a fuerza de mañas un viaje en él.

El movimiento hipnótico junto a la música estridente y la sonrisa del mocoso, retuvieron la atención del viejo hasta que éste me miró con una sonrisa de victoria. La misma sonrisa que hacía cuando se daba cuenta que tenía una historia capaz de entretenerme durante la media hora o cuarenta y pico minutos de paseo. Detrás de la sonrisa había un acuerdo tácito de permitirme/se fantasear que viajaba a otros universos concretos. A veces se limitaba a imaginar que escuchábamos un programa de radio teatro de los 70′ que contaba las peripecias de una familia argentina. a veces simplemente era ser parte de la invención de la rueda o el descubrimiento del fuego, otras tantas me relataba de qué trataba un libro de ciencia ficción, Adams, Bradbury o Asimov. Podría creer que esperaba ansioso esos momentos, pero me mentiría, ya que mi yo de 9 años disfrutaba del don de la sorpresa y del imprevisto, de la inocencia a prueba de balas de pre púber, incapáz de prever ese tipo de salidas.

Mi abuelo volvió la atención al show mecánico y me preguntó si me me gustaba el auto. Le respondí instintivamente que sí aunque no era que realmente me gustase. Era una mezcla entre la forma que el espectáculo histriónico de la máquina captaba mi atención, sumado a la envidia de querer ocupar el lugar de ese niño.

A continuación me dijo que cuando él era pequeño había tenido la posibilidad de conocer antiguos automatones. Me explicó que un automatón era una maquina capaz de robar el movimiento de los seres vivos y expresarlo a través de oscuros y apretados mecanismos que se erguían en su interior. En su niñez había tenido la posibilidad de ver a una paloma de lata volar atada a un hilo y a un niño de madera caminar y sonreír durante unos segundos hasta perecer unos metros más allá del lugar donde su creador le había dado cuerda.

Me contó del método que tenían las personas de antes para maravillarse con las simples imitaciones de complejos movimientos. Cómo las alas sostenían el cuerpo de la paloma en el aire y cómo las articulaciones de la personita chirriaban y largaban transparentes nubes de vapor al moverse rasguñando naturalidad.

***

Horacio se acomoda y piensa, sobre la mesa ratona espera su computadora. Toma un sorbo de café y medita sobre los datos viajando desde una punta del planeta a un recóndito data center en Europa del Este, para luego dispararse en una red de cables de fibra óptica. La Tierra roba y expresa. Es un automatón. Los algoritmos empaquetan información, como en la infancia de su abuelo lo supieron hacer los agentes del correo con las cartas prestas a ser distribuidas. Vírgenes Ceros y Unos, proyectados a hiper velocidad, definiendo el resultado de una búsqueda con asertiva seguridad, eligiendo sin saber, cuál será la publicidad sobre la banner del tope de la página porno. Electricidad alimentando algoritmos que separan líneas argumentales de un libro sintético, tirando de los tendones de un niño suspendido, girando sobre una elipse imaginaria como la paloma, expresando vida.

Reflexiona frente a la mesa ratona. Respira hondo y continua planificando la logística de la imprenta para el próximo día. Se siente un poco oxidado.

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