[Y sonrió…] 26-11-18

Tenía el labial corrido, como si de pronto hubiese decidido rascarse de la cara las curvas características del nihilismo de martes por la madrugada. Escupía volutas de burbujas de birra como un hada madrina fracasada en su intento de desconvertir a la última princesa Disney.

Por la vereda de enfrente pasaron tres flacos que, en un intento fallido de deconstrucción miraron de reojo, los tres al unísono, los vericuetos que las pisadas dejaban sobre el barro. En un universo paralelo se preguntaron qué le pasaba a la loca, que no tenía miedo de andar sola por la calle a esa hora. En ese no. En ese universo estaban preocupadísimos porque uno había recibido la noticia de que el padre había fallecido mientras hacía la sobremesa comiendo queso y dulce, escuchando chistes de Cacho Garay. San Luis quedaba lejos y su madre no había aguantado hasta la mañana siguiente para avisarle. Iba a tener que viajar de madrugada.

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Ni se arriesgó. Caminaba intentando no caer. Concentrándose en no enterrar el taco más de la cuenta. Apoyando la mayor parte de la suela del zapato. Y lloraba de realidad.

Por momentos perdía la noción de la cantidad de pasos que había caminado desde que había salido de su casa y la recuperaba cuando el dolor de las pantorrillas le imprimía muecas en la cara. Mil novecientos veintitres. Moldes 1923. A unos 20 metros de la esquina de Sucre.

Se volvía a encontrar en esa esquina donde al salir del trabajo encendía un pucho y pensaba qué iba a hacer de comer esa noche. Comenzaba a llover de nuevo. Qué irónico. El agua de lluvia era dulce, pero tenía las lágrimas agrias de rimmel. Tuvo un flash de su adolescencia rebelde donde no usaba maquillaje y portaba una orgullosa media cresta. Ahora trabajaba en un banco y sintió la punzada histérica que deja el cambio al hacerse presente, de que la convivencia de ciertos detalles era imposible a esta altura. Y tropezó.

Rodó ebria sobre las rodillas y se dio cuenta lo al pedo que era llevar los zapatos en los pies. Se descalzó y sintió el barro como plastilina escurrirsele entre los dedos y sonrió. Tenía un recuerdo de la misma sensación en su infancia temprana, donde no había tanto problema, salvo un baño y un poco de gritos de mamá. Se miró el pantalón cuadrillé, todo embarrado y puteó para afuera. Nadie respondió.

No se dio cuenta de lo sola que estaba físicamente hasta ese instante. Escuchó un colectivo a un par de cuadras que aceleraba y de nuevo silencio. Caminó unos metros más mientras pensaba en la imagen lamentable que nadie estaba apreciando, salvo ella. Se detuvo, sonrió nuevamente un poquito y siguió caminando.

Se paró frente a la puerta de su antiguo trabajo y agarrando la baldosa correcta (ni tan grande como para que pese, ni tan chica como para que no pueda romper un vidrio) descargó toda la bronca contra la vidriera. Dio un grito eufórico al ver los vidrios astillarse y caer, y corrió lo más rápido que pudo hasta la parada. Una vez allí, agitada, vio un 151 furioso viajando la avenida y se sintió tranquila. En media hora, pensó, estaría haciendo mulliditos en su cama.

Imagen cortesía de @abad.me

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