[Tratado sobre la normalidad] 07-01-20

“Buscá algo que te conmueva y rompete la cabeza contra eso”

Lo dijo a las 3:42 de la mañana. Me quedé pensando un rato mientras me disponía a hacer el café. El ruido de la puerta anunció que se iba pero que la soledad se quedaba. Nada. Extrañamente nada.

No te das una idea lo difícil que es escribir sobre la normalidad. Sobre lo que pasa todo los días. A ver, no es que no pasen cosas. Es la repetición lo que termina logrando que el aleteo de la mariposa pierda la elocuencia. No hay verdadero silencio en el silencio. Si cerrás los ojos y haces el esfuerzo por desvanecer la naturalización del ambiente, vas a notar que en el silencio se esconde lo acallado. Eternas heladeras haciendo funcionar sus motores, relojes constantemente cediendo al paso del tiempo, pájaros y coches, gente gritando. Es realmente difícil evocar aquello que se olvida bajo la presión de lo cotidiano. Es un estímulo subversivo. No es la pulsión de lo inconsciente, no posee su poética guardaespaldas, ni su estética rígida. No precisa del ejercicio de posicionarse en un rol determinado. La universalidad arranca lo distintivo de la normalidad. Su magia es del orden de lo sutil. Es el detalle en una pintura de sala de espera. No tiene la presencia del amor imposible, ni el heroísmo de lo pretencioso, ni la sabiduría de lo expreso. La normalidad es terciopelo y lija. La normalidad es automática. Es un maniquí de talles especiales. Pasea en transporte público y duerme de estación a estación. Tiene hambre de adoquines y duerme en guías telefónicas. Es la publicidad genérica en las últimas páginas del diario. No goza ni del más mínimo cuestionamiento. Siempre marginal. La normalidad es la almohada vespertina.

La normalidad no conmueve. Es transparente pero avejentada por las motas de piel muerta en el aire. Es reposo, pero no descanso. Es despertarse entre tema y tema para constatar que seguimos estando. Es el beat perverso del momento.

La normalidad no te rompe la cabeza. Es el cuerpo que la sostiene.

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